[Officium] S. Josephi de Cupertino Confessoris [Ant 1] Estoy muerto, * y mi vida está escondida con Cristo en Dios. [Oratio] Oh Dios, que dispusiste que al ser tu Hijo Unigénito elevado sobre la tierra atrajese a sí todas las cosas; concédenos propicio, por los méritos y ejemplos de tu seráfico confesor José, que elevados nosotros sobre las terrenas concupiscencias merezcamos llegar a aquel que contigo vive y reina. $Qui tecum [Lectio1] De la Epíst. 2ª de San Pablo a los Corintios !2 Cor 4:6-11 6 Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios que brilla en el rostro de Cristo. 7 Pero llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra. 8 Somos atribulados, pero no nos abatimos; en perplejidades, no nos desconcertamos; 9 perseguidos, no abandonados; derribados no nos anonadamos, 10 llevando siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. 11 Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. [Lectio2] !2 Cor 5:1-8 1 Pues sabemos que si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos. 2 Gemimos en esta nuestra tienda, anhelando sobrevestirnos de aquella nuestra habitación celestial, 3 supuesto que seamos hallados vestidos, no desnudos. 4 Pues realmente, mientras moramos en esta tienda, gemimos oprimidos, por cuanto no queremos ser desnudados, sino sobrevestidos, para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida. 5 Y es Dios quien así nos ha hecho, dándonos las arras de su Espíritu. 6 Así estamos siempre confiados, persuadidos de que mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor, 7 porque caminamos en fe y no en visión, 8 pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor. [Lectio3] !2 Cor 12:1-9 1 Si es menester gloriarse, aunque no conviene, vendré a las visiones y revelaciones del Señor. 2 Sé de un hombre en Cristo que hace catorce años, si en el cuerpo no lo sé, si fuera del cuerpo tampoco lo sé, Dios lo sabe, fue arrebatado hasta el tercer cielo; 3 y sé que este hombre, si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé, 4 Dios lo sabe, fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir. 5 De tales cosas me gloriaré, pero de mí mismo no he de gloriarme, si no es de mis flaquezas. 6 Si quisiera gloriarme, no haría el loco, pues diría verdad. Me abstengo, no obstante, para que nadie juzgue de mí por encima de lo que en mí ve y oye de mí, a causa de la alteza de mis revelaciones. 7 Por lo cual, para que yo no me engría, me fue dada una espina en la carne, un emisario de Satanás, que me abofetea, para que no me engría. 8 Por esto rogué tres veces al Señor que se retirase de mí, y Él me dijo: 9 Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder. Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. [Lectio4] José nació de padres piadosos en el año 1703, en Cupertino, ciudad sita en Salento, diócesis de Nardo. Prevenido por el amor de Dios, observó ya desde su infancia una gran simplicidad y pureza de costumbres. Librado por intercesión de la Virgen Madre de Dios de una larga y dolorosa enfermedad, soportada con paciencia, se entregó a las obras de piedad y a la práctica de las virtudes. Para unirse más con Dios, que le llamaba a cosas mayores, resolvió entrar en la Orden Seráfica. Tras varias vicisitudes, se cumplió su deseo, e ingresó en el Convento de Menores Conventuales en la Grotella. Le recibieron como lego por su ignorancia de las letras; pero la Providencia dispuso que fuera admitido entre los clérigos. Ordenado sacerdote después de sus votos solemnes, resolvió adquirir mayor perfección. Renunciando a todos los atractivos, y aun a cosas temporales indispensables para la vida, castigaba su cuerpo con cilicios, disciplinas, cadenas, y con todo género de mortificaciones. Al mismo tiempo, nutría su alma con el alimento de la oración y de la contemplación. El amor de Dios, del que estaba saturado su corazón desde niño, fue adquiriendo en él un ardor cada vez más maravilloso y del todo extraordinario. [Lectio5] Su ardiente caridad se manifestó en todo su esplendor en los éxtasis con que se veía transportado hacia Dios, y en los raptos que a menudo experimentaba. Cuando su espíritu se hallaba enajenado, bastaba la sola obediencia para que volviera en sí. Cultivaba esta virtud con celo, pues, según decía, se dejaba conducir por ella, y que habría preferido morir a dejar de obedecer. Puso tanto empeño en imitar la pobreza del patriarca seráfico, que en la hora de la muerte pudo decir a su superior, que, como religioso, nada tenía para dejar. Así, muerto para el mundo y para sí mismo, mostraba en su carne la vida de Jesús, pues, al percibir en los demás la llaga de la impureza, su cuerpo difundía un perfume milagroso, indicio de su castidad. A pesar de las tentaciones con que el inmundo espíritu le combatió mucho tiempo para tratar de empañar esta pureza, la conservó sin mancha, ya debido al rigor con que custodiaba sus sentidos, ya a las maceraciones con que castigaba su cuerpo, ya también a la protección de la purísima Virgen. Solía llamar su madre a María y la veneraba con todo su corazón como a la más tierna de las madres. Deseaba verla honrada por los demás, para que consiguieran con su protección, según decía, todos los bienes. [Lectio6] Esta solicitud del santo José, nacía de su caridad hacia el prójimo. Tal era su celo para con las almas, que trabajaba incansablemente para la salvación de todos. Extendíase también su caridad hacia todos cuantos veía sumidos en la pobreza, en la enfermedad o en otra tribulación; a ninguno dejaba de socorrer según le permitían sus recursos; sin exceptuar a los que le molestaban con sus reprensiones, ultrajes e injurias; cosas que aceptaba con la misma paciencia, mansedumbre y semblante apacible con que soportó las penosas vicisitudes que tuvo que soportar para obedecer a los superiores, o a las decisiones de la sagrada Congregación de la Inquisición, cuando se veía obligado a cambiar de residencia. A pesar de sentirse admirado por el pueblo, y hasta por magnates, a causa de su santidad y de las gracias que del cielo recibía, conservó una gran humildad, pues teniéndose por un gran pecador, pedía a Dios que retirara de él los dones con que le colmaba, y a los hombres que arrojaran su cadáver en un lugar donde no quedara memoria de él. Mas Dios, que exalta a los humildes, y que tanto había enriquecido en vida a su siervo con los dones de profecía, penetración de espíritus, curaciones y demás carismas, hizo su muerte preciosa a los ojos de aquellos a quienes él mismo había antes anunciado el momento y el lugar en que ocurriría. Murió a los 71 años, en Ocimo, Ancona, y Dios glorificó el lugar de su sepultura. Resplandeciendo con los milagros que realizó aun después de su muerte, fue declarado por Benito XIV entre los Beatos, y por Clemente XIII entre los Santos. Clemente XIV, de su misma Orden, extendió su Oficio y su Misa a toda la Iglesia. [Lectio94] Nacido de padres devotos, José de Cupertino sobresalió por su pureza ya de joven. Se inscribió entre los hermanos laicos por su falta de instrucción en el convento de los Hermanos Menores en Grotella, y luego, por disposición de la divina Providencia, se unió a los clérigos y fue ordenado. Castigó su cuerpo con una camisa de pelo, con azotes y todo tipo de austeridades, y nutrió su espíritu con la santa oración, siendo llamado por Dios al más alto grado de contemplación. Destacó por su obediencia y pobreza, cultivó la castidad, y la conservó siempre, venciendo grandes tentaciones. Honró a la Virgen María con un amor admirable y brilló por su caridad hacia los pobres. Su humildad era tan profunda que pensó que era un gran pecador y rogó a Dios que se llevara los regalos que le habían sido dados. Viajó por muchos lugares al mando del superior de la Orden y de la Santa Inquisición; finalmente, en Osimo en Piceno, a los 71 años, hizo el último viaje al cielo. &teDeum [Lectio7] Lectura del Santo Evangelio según San Mateo !Mt 22:1-14 En aquel tiempo: Hablaba Jesús a los príncipes de los sacerdotes y a los fariseos en parábolas diciendo: En el reino de los cielos acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo. Y lo que sigue. _ Homilía de San Gregorio, Papa. !Homilía 38, cerca del medio. Puesto que, por la gracia de Dios habéis entrado ya en la casa de las bodas, esto es, en la santa Iglesia, procurad que el rey no encuentre a su entrada nada que reprochar en vuestras almas. Porque las palabras siguientes se prestan a reflexiones que llenan el alma de temor: Entró, pues, el rey, para ver a los que estaban en la mesa, y vio allí a un hombre que no llevaba el vestido nupcial. ¿Qué significa, hermanos, el vestido nupcial? ¿El bautismo o la fe? Pero ¿habría podido acaso entrar nadie en estas bodas sin estar bautizado o sin tener fe? Porque por el mero hecho de no creer, se está ya fuera de ellas. ¿Qué significa, pues, sino la caridad? Entra en las bodas, pero sin vestido nupcial, el que, formando parte de la Iglesia, tiene fe, pero no tiene caridad. Con razón se llama vestido nupcial a la caridad, porque nuestro Creador la ostentaba cuando vino a las nupcias para unirse con la Iglesia. [Lectio8] La caridad fue lo que movió a Dios a enviar su Hijo Unigénito para unirse a los hombres, sus elegidos. Por eso dice San Juan: De tal manera amó Dios al mundo, que nos dio su Hijo Unigénito. Al venir este por caridad, nos muestra esta virtud como un vestido nupcial. Cualquiera de vosotros que forme parte de la Iglesia y crea en Dios, ha entrado en las bodas; pero no lleva vestido nupcial si no conserva la gracia de la caridad. Y si os invitaran a unas bodas del mundo, os mudariais el vestido manifestando con la pulcritud la parte que tomáis en el regocijo del esposo y de la esposa, y os avergonzaríais de presentaros desaliñados entre los que se regocijan y están de fiesta. Pero asistimos a unas bodas divinas, y no nos preocupamos ni de mudar el vestido de nuestras almas. Alégranse los ángeles cuando los elegidos son introducidos en el cielo. Pero ¿cómo apreciaremos estas fiestas espirituales, desprovistos como estamos del vestido nupcial, es decir, de la caridad, la única que hermosea el alma? [Lectio9] Hay que considerar que así como la tela de un vestido se teje mediante dos maderos, uno arriba y otro debajo, la caridad se encierra en dos preceptos, el del amor de Dios y del prójimo; porque está escrito: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Observemos una cosa: en cuanto al prójimo, este amor tiene medida, ya que se ha dicho: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mas el amor de Dios no se contiene en medida alguna, pues se ha dicho: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. El precepto que ordena amar a Dios no habla de medida sino de generosidad, como se ve por la palabra todo. Porque sólo ama a Dios aquel que nada reserva para sí. Así, pues, el que se preocupa de llevar a las bodas el vestido nupcial, es necesario que cumpla el doble precepto de la caridad. &teDeum [Ant 2] El Señor * me mostró el río del agua de la vida, claro como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. [Ant 3] En verdad, * todo lo tengo por pérdida en comparación con este bien supremo: la sublime ciencia de Jesucristo, mi Señor.