[Officium] S. Julianæ de Falconeriis Virginis [Hymnus Vespera] v. Aspirando a desposarte con el celestial Cordero, abandonas, oh Juliana, la casa paterna, y diriges un coro de Vírgenes. _ Mientras estás gimiendo día y noche por tu Esposo crucificado, herida por una espada de dolor, reproduces la imagen del Esposo. _ Lloras a los pies de la Madre de Dios cuyo corazón traspasan siete espadas, y, regada con lágrimas, crece y flamea tu caridad. _ Hallándote abatida por la proximidad de la muerte, te consuela y alimenta Dios de modo admirable, dándote el pan del cielo. _ * Creador eterno de todas las cosas, Hijo sempiterno, igual al Padre, Espíritu Santo igual también a entrambos, gloria a Vos, oh único Dios. Amén. [Oratio] Oh Dios, que te dignaste recrear admirablemente con el precioso cuerpo de tu Hijo a la bienaventurada Juliana, tu Virgen, en su extrema enfermedad: te suplicamos nos concedas que por la intercesión de sus méritos, alimentados y confortados también nosotros con el Cuerpo divino en las agonías de la muerte, seamos llevados a la celestial patria. $Per eumdem [Lectio4] Juliana, de la noble familia de los Falconieri, tuvo por padre al fundador de la iglesia espléndida dedicada a la Anunciación de la Madre de Dios, que edificó a sus expensas y que puede verse en Florencia. Sus padres eran de edad avanzada cuando en el año 1270 les nació Juliana. Ya desde la cuna mostró con una señal su futura santidad, porque se la oyó pronunciar con sus labios balbucientes los dulcísimos nombres de Jesús y María. Desde la infancia, se entregó a las virtudes cristianas, en las cuales sobresalió tanto, que San Alejo, su tío paterno, cuyas instrucciones y ejemplos seguía ella, decía a su madre que había dado a luz un ángel, no una mujer. De semblante modesto, y corazón libre de toda mancha, aun la más ligera, jamás en su vida levantó los ojos para mirar la faz de un hombre; la palabra pecado la hacía temblar, y cierto día, al oír el relatar un crimen, cayó casi inanimada. Antes de cumplir los quince años de edad, renunciando a los cuantiosos bienes que le tocaban en herencia, y desdeñando las alianzas terrenales, consagró solemnemente a Dios su virginidad en manos de San Felipe Benicio, y fue la primera que recibió de él el hábito de las Mantelatas. [Lectio5] El ejemplo de Juliana fue seguido por muchas mujeres nobles, y hasta su misma madre se puso bajo su dirección. Como el número de estas mujeres aumentara poco a poco, Juliana resolvió convertir las Mantelatas en Orden religiosa, dándoles reglas que revelan su santidad y prudencia. San Felipe Benicio conocía tan bien sus virtudes que, en la hora de su muerte, creyó que sólo a Juliana, podía encomendar a las religiosas, y también la Orden de los Servitas, que él había regido y propagado. Mas ella no dejaba, por esto, de formar de sí misma la más baja opinión, y siendo superiora de sus Hermanas, las servía en todo lo doméstico; pasaba días enteros en oración, y con frecuencia se la veía en éxtasis. Empleaba el tiempo restante en apaciguar las discordias, en apartar a los pecadores del mal camino y en cuidar enfermos, a los que más de una vez devolvía la salud besando la podre de sus úlceras. Martirizaba su cuerpo con látigos, cuerdas nudosas o cintos de hierro, siendo habitual prolongar sus vigilias y acostarse desnuda en el suelo. Dos días por semana se alimentaba sólo del Pan de los Ángeles; los sábados tomaba solo pan y agua, y los días restantes tomaba una pequeña cantidad de alimentos, los más groseros. [Lectio6] Una vida tan austera le ocasionó una enfermedad de estómago grave que la redujo al último extremo cuando ya tenía 70 años. Soportó con alma firme los padecimientos de tan larga enfermedad; quejábase sólo de que, no pudiendo retener alimento, se viera alejada, por respeto al divino Sacramento, de la mesa eucarística. Por lo cual rogó al sacerdote que consintiera llevarle el pan divino que su boca no podía recibir y lo acercara a su pecho. Accedió a sus ruegos el sacerdote, y en el mismo instante ¡oh prodigio!, desapareció el pan sacrosanto y Juliana expiró con el semblante resplandeciente de serenidad y la sonrisa en los labios. No se dio crédito a este milagro hasta que se preparó el cuerpo de la virgen como se acostumbraba para darle sepultura; viose entonces en el costado izquierdo del pecho, impresa sobre la carne como un sello, la forma de una hostia que ostentaba la imagen de Jesús crucificado. Esta maravilla y los demás milagros que obró le atrajo la veneración de los florentinos y de todo el mundo cristiano; y de tal modo creció esta veneración, por espacio de unos cuatro siglos, que por fin el papa Benedicto XIII ordenó que en el día de su fiesta hubiese un Oficio propio en toda la Orden de los Servitas de la Bienaventurada Virgen María. Merced a los nuevos milagros, Clemente XII, protector generoso de la misma Orden, inscribió a Juliana en el catálogo de las santas Vírgenes. [Lectio94] Juliana nació en la familia Falconieri; estando aún en la cuna, se escucharon de sus labios, sin ninguna indicación, los dulces nombres de Jesús y María. Antes de cumplir los quince años, renunció a una rica herencia y una boda, y realizó un solemne voto de virginidad en presencia de San Felipe Benicio, siendo la primera en recibir de él un hábito de las religiosas llamadas Mantelatas. Muchas damas nobles siguieron su ejemplo, e incluso su madre se entregó a su hija para ser instruida en la vida religiosa; Juliana fundó la Orden de las Monjas Mantelatas. Se destacó por una gran humildad, el celo por la oración y una asombrosa abstinencia. Cuando su salud falló, no podía tomar ni retener alimentos; por lo tanto, alejada de la mesa eucarística, le pidió al sacerdote que colocara el divino Pan sobre su pecho, ya que no podía recibirlo con la boca. Cuando lo hizo, el pan sagrado desapareció de inmediato, y Juliana, sonriendo, se fue de esta vida. &teDeum